Cuando en una familia alguien se enferma durante un período prolongado y debe guardar reposo (por ejemplo, tras una operación quirúrgica importante, o cuando un anciano ya no se puede movilizar por sus propios medios), al cabo de un breve tiempo los familiares comienzan a notar varios cambios negativos en el humor del enfermo: mayor ansiedad, agresividad, depresión, bronca, rebeldía, desesperanza, victimización, o quejas permanentes.
Al principio, la familia sobrelleva estos cambios con cierta comprensión. Luego, a medida que pasa el tiempo, suele comenzar a enojarse con el enfermo, y hasta a retarlo: ‘Te cuidamos lo mejor posible ¿Por qué estás todo el día malhumorado?’.
Pero, además, cuando se llega a esta etapa, también los familiares se comienzan a enojar entre ellos, y suelen multiplicarse los reproches y discusiones.
¿Por qué?
Normalmente, porque no se entiende los cambios psicológicos que experimenta cualquier persona frente al dolor físico; y porque al no entender al enfermo, se le atribuye ‘cierta intencionalidad’ en contra de los que lo cuidan: ‘Este se está haciendo…’; ‘Es un desagradecido… ¡Con todo lo que hacemos por él!...’; etc.
En definitiva, no solo el enfermo sino toda la familia, ‘comienza a estresarse’.
Y es que ‘Toda forma de dolor estresa, y mucho’. Desde un simple dolor de cabeza, hasta el sufrimiento prolongado durante una convalecencia o enfermedad grave, pasando por los dolores crónicos (como la fibromialgia, un trastorno que provoca dolores musculares y cansancio), o las contracturas o espasmos de origen nervioso.
Alguien que está sano, es libre –por ejemplo- de poder elegir sus propios momentos para estar en soledad, como también de decidir cuándo quiere la compañía de alguien.
El enfermo, no. De ordinario, a él le toca siempre una misma cosa: la soledad. Los cuidados que pueda recibir, los momentos de compañía o las distracciones ocasionales, le ayudan en parte. Pero no lo suficiente.
Porque la soledad de un enfermo es especial. Está sólo con sus dolores e incomodidades.
Aún cuando lo intente, no puede expresar su sufrimiento, y menos compartirlo, porque ‘sentir el dolor es una experiencia solo de quien lo padece’. De algún modo, el sufrimiento es ‘incomunicable’.
Así, la enfermedad aísla. No solo porque impide al enfermo un trato normal con los demás, sino porque hace que ‘se concentre en sus dolores y sufrimientos’, a sabiendas de que –en ese presente no querido- solo a él le toca sufrir. Los demás, aunque se muestren compresivos y atentos, sólo serán para el enfermo –en el fondo- ‘meros espectadores’.
Pero al mismo tiempo, ‘el estrés generado por el dolor intensifica el sufrimiento, agudizando la experiencia personal de ese mismo dolor’.
En otras palabras, se genera un círculo vicioso creciente, que se lo podría describir del siguiente modo: ‘el dolor genera estrés; el estrés potencia la percepción del dolor; y, a más dolor, más estrés. Y así sucesivamente’.
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