Este apartado reviste cierta complejidad conceptual para ser explicado (y entendido), por lo que iremos avanzando gradualmente.
Sucede que, en cierto modo, toda la actividad inconsciente se rige por parámetros o criterios rectores que determinan la orientación de su actividad, modulando a cada momento nuestras experiencias, conductas, aprendizajes, sentimientos, pensamientos, tanto que nos consideremos en forma individual como en nuestra dimensión social y cultural.
En otras palabras, la praxis inconsciente interviene (a partir de una serie ordenada de prioridades dinámicas e interactivas) en todo lo que somos y hacemos, tanto despiertos como dormidos, cuando trabajamos o descansamos, cuando estamos felices o angustiados.
Por ejemplo, por recurrir a lo más evidente, la actividad inconsciente que hace posible el funcionamiento sincronizado de nuestros órganos internos (corazón, pulmones, etc.), se rige por el principio (entre otras prioridades) de que dicha actividad sea la más adecuada y saludable para cada persona, en la situación concreta en la que ésta se encuentra.
Dicho de otro modo, cada conjunto de acciones inconscientes presupone una suerte de protocolo a seguir en cada caso, en base a una escala pragmática de prioridades.
Un ejemplo. Supongamos un edificio público, lleno de oficinas, donde concurren decenas de personas, diferenciadas en dos grupos: las que trabajan en el edificio y las que visitan las diversas oficinas para realizar algún trámite.
Ante un incendio, se activan tanto la alarma automática como los rociadores de agua. Desde ese momento, el personal capacitado para el control de emergencias se agrupará en pequeños equipos y realizarán una serie de tareas, prácticamente al mismo tiempo.
Ese conjunto de acciones de los distintos equipos, no será la mera resultante de una improvisación operativa, sino que se disparan en base a un protocolo preestablecido fundado en prioridades.
Así, mientras algunos se encargan de evaluar la magnitud del incendio y pedir ayuda a las autoridades competentes, otros, mientras tanto, se encargan prioritariamente de preservar la integridad física de todas las personas que están en el interior, organizando su evacuación. A la par, un tercer equipo se aboca a impedir el ingreso de las personas que estaban afuera, a fin de que no se expongan innecesariamente al peligro, mientras un cuarto grupo se dedica a preservar los muebles y archivos que están cercanos al foco del incendio.
Como se ve en este sencillo ejemplo, todas las tareas realizadas responden a una lógica multitarea (se hacen varias cosas casi al mismo tiempo aunque con diferentes objetivos) y, sin embargo, todas ellas se ciñen, finalmente, a una escala de prioridades: a) Preservar la vida de las personas de dentro del edificio mediante la evacuación; b) Asegurar el bienestar de los de afuera, impidiéndoles el ingreso al edificio; c) Poner a resguardo los muebles y archivos que sean posibles; d) Sofocar totalmente el incendio con el auxilio de los bomberos.
Ahora bien ¿Cómo se aplican en la práctica estas prioridades?
Siguiendo con el ejemplo y yendo de lo menos a lo más importante, se podría razonar de esta manera: Si bien lo ideal es que se puedan conseguir todos los objetivos, de no ser ello posible se resignarán los menos importantes con tal de asegurar los principales.
Por ejemplo, si no se pueden salvar todos los muebles y archivos cercanos al foco del incendio, al menos se tratará de proteger a parte de ellos, pero siempre y cuando esté en curso y asegurada la evacuación de las personas de dentro del edificio, y se haya impedido el ingreso de las que estaban afuera. El valor de la integridad física es superior al de los muebles y archivos.
Así, este ejemplo (a pesar de sus limitaciones), sirve para ilustrar el modo en que se comporta la compleja actividad inconsciente durante cada instante de nuestras vidas.
A partir de esto, conviene formular -al menos- algunas preguntas básicas: ¿Cuáles son esas prioridades? ¿De dónde surgen? ¿Cómo están organizadas? ¿Cómo intervienen en la vida concreta?
Para hacer una primera aproximación conceptual, resulta práctico recordar el título de este apartado (Sistema integrado de creencias innatas y adquiridas), y profundizar en algunos aspectos.
Pensar la actividad inconsciente como un ‘sistema integrado’, por ejemplo, conlleva la idea, en este caso, de un conjunto ordenado y dinámico de prioridades y procedimientos que generan y regulan (modulan) el funcionamiento tanto de la actividad neurofisiológica como de la conducta humana (en lo individual, social y cultural), frente a un estímulo externo o interno.
Por caso, el miedo (una de las emociones primarias) es la experiencia subjetiva que resulta de percibir un peligro para nuestra integridad. Pero, el hecho mismo de sentir miedo, resulta de la información sensorial (como cuando vemos que estamos caminando por el borde de un precipicio) que llega al cerebro, y provoca la activación de complejos mecanismos neuronales con la intervención de algunas áreas cerebrales específicas (como las amígdalas), de lo cual resulta, precisamente, que frente al ‘peligro’ observado, sentimos ‘miedo’, lo cual hará que adoptemos una conducta de huida o lucha.
Lo interesante aquí, es que la ‘evaluación primaria’ de que ‘caminar al borde del precipicio reviste un peligro para nosotros’, no resulta de la actividad neurofisiológica como tal (que sólo será la encargada de producir la ‘sensación de miedo’ y la somatización resultante a partir de la información sensorial), sino de la actividad inconsciente que desencadena todo el proceso, en virtud de una de sus prioridades, como por ejemplo, la de preservar la vida.
Avanzando ahora sobre el contenido del título, debe decirse que lo que se integra en el conjunto mencionado (como ya se ha dejado entrever), es una ‘serie de prioridades’ por las que se rige la praxis inconsciente.
Para ahondar sobre estas prioridades, se ha escogido el término ‘creencias’ (entre otras cosas, por ser uno de los más usados en el ámbito de la psicología y, también, en el lenguaje corriente) aunque, en este caso, se ha ligado adrede el concepto de ‘creencia’ a otro distinto: el de ‘axioma’, de tal modo que la utilización de uno u otro aludirá (por lo que se explica más abajo) indistintamente a lo mismo; esto es, al conjunto de prioridades por las que se gobierna la dinámica inconsciente.
Entonces, en cuanto a la terminología, consideremos -por una parte- , el concepto de ‘creencia’. Una creencia es una idea o pensamiento que se asume y se internaliza en la psiquis como ‘verdadera’, con independencia de si reviste tal carácter en la realidad.
La sintonía (o no) entre lo que ‘se cree’ y su correlato con el mundo objetivo, permite distinguir dos grandes grupos de creencias: la creencias ciertas (como por ejemplo, cuando asumimos que ‘un cielo nublado, con truenos intermitentes y refusilos crecientes augura una lluvia’); y las creencias erróneas (como cuando se asume anticipadamente que, ‘si el micro de mi vecino tuvo un accidente, seguramente el mío correrá la misma suerte’).
Por otra parte, un axioma, en términos generales, expresa una verdad incuestionable, universalmente válida, que se considera evidente, sin necesidad de demostración alguna.
Por ejemplo, la afirmación de que “un bebé humano no puede valerse por sí mismo para todas sus necesidades” representa un hecho fáctico indiscutible, exento de toda demostración.
Sin embargo, creencias y axiomas, en la vida concreta de una persona, interactúan y se mezclan permanentemente, dando por resultado una suerte de tercer concepto global, de carácter híbrido, al que podríamos expresar como ‘creencias axiomáticas’
En la práctica, esto significa que en los procesos cognitivos, un axioma puro (por así llamarlo) puede ser ‘impregnado’ por la influencia de una creencia (verdadera o falsa); o la inversa: una creencia (verdadera o falsa) puede encontrar una mayor justificación apoyándose en un axioma.
Tomemos un ejemplo.
En la base del derecho legal, se encuentra un viejo axioma que sostiene que el juez que juzga no puede tomar parte, ni a favor ni en contra del enjuiciado; y que debe valorar la magnitud del delito, y atenerse a las pruebas, circunstancias y demás consideraciones que le son pertinentes por oficio. Este axioma, en el lenguaje popular, se ha traducido como ‘No se puede ser juez y parte a la vez’. Este sería el caso de un ‘axioma puro’, como hemos dado en llamarlo, con fines exclusivamente pedagógicos.
Ahora consideremos una creencia errónea relacionada, bastante extendida en algunos sectores poblacionales: ‘rara vez el sistema legal hace justicia a quién la merece’.
Por último, pensemos en un juez que -a pesar de serlo- tiene incorporada (hipotéticamente) la creencia en cuestión, y que se enfrenta al hecho de tener que juzgar a un amigo de toda la vida, a quien cree conocer perfectamente y está seguro de su inocencia, más allá de las contundentes pruebas en su contra.
Al condenarlo en virtud de los hechos objetivos y de las pruebas legales, es posible que -en virtud de la creencia preexistente en él (‘rara vez el sistema legal hace justicia a quién la merece’)- sienta una gran desazón al final de proceso, toda vez que, a pesar de ser el encargado de impartir justicia y de haber procedido con extrema prudencia, “siente” que ha traicionado a su amigo, a quién -probablemente- siga considerando inocente en su fuero íntimo.
Una vez más, el valor de un ejemplo es siempre relativo y acotado. Sin embargo, sirve para ilustras dos aspectos. Por un lado, es posible que la experiencia vivida por el magistrado haya potenciado la creencia preexistente en él (lo haya convencido aún más) de que ‘rara vez el sistema legal hace justicia a quién la merece’. Por otro, que haya debilitado (relativizado) el axioma de que ‘No se puede ser juez y parte a la vez’, con lo cual no es descabellado teorizar que, en un futuro, tal axioma (para ese juez) pierda casi toda su fuerza, dejándole las manos libres para dictaminar como mejor siente que debe hacerlo, aún a costa de violentar el debido proceso.
De modo similar, como se anticipó, el inconsciente humano se comporta, según una escala axiomática de prioridades, ordenadas y relacionadas entre sí, que (como en cualquier axioma), son prioridades que no necesitan de demostración alguna, ya que se rigen por el principio de razonabilidad y son experimentadas por el común de las personas, aunque se ignore el orden jerárquico de las misma o la clasificación que de ellas se haga.
Por ejemplo, no es necesario demostrar que todo individuo busca sentirse bien consigo mismo, ya que esta búsqueda es una experiencia universal.
En este marco, y siguiendo con lo dicho en el contenido del título, deben distinguirse dos grupos de axiomas (prioridades): Axiomas Innatos y Axiomas Adquiridos.
Los axiomas innatos expresan al conjunto de prioridades con las que nacemos. Esto no significa que sean genéticos (porque ello equivaldría a decir que son localizables en los sistemas neuronales, en algún conjunto de sinapsis, o en cierto lugar del organismo) sino que hacen a la naturaleza misma del inconsciente, en cuanto una de las dimensiones del alma humana.
En otras palabras, los axiomas innatos configuran la base esencial de toda la actividad inconsciente, así como –por usar una metáfora- el guión cinematográfico literario, pensado y escrito por un autor, determina todo el rumbo de la tarea del director de la película en lo concerniente a la confección del guión técnico, la selección de los actores, la elección de los escenarios naturales en los que se rodará el film, los decorados, los tiempos, el modo de reaccionar frente a un imprevisto, la adecuación final del mencionado guión técnico, etc.
Llegados a este punto, se hace indispensable proponer -al menos- los principales axiomas o creencias (prioridades) por los que se rige la actividad inconsciente, y la organización jerárquica de los mismos.
Axiomas Innatos
Así, pues, se sintetiza esta cuestión con la utilización del siguiente esquema, haciendo la salvedad que la mera enunciación literaria de los mismos no invalida el carácter dinámico e interactivo del que gozan.
1) El primer axioma innato, la prioridad suprema que rige toda la praxis inconsciente, busca -a como dé lugar- asegurar la plena supervivencia de la persona, en toda situación y momento. No solo como condición indispensable para la procreación y la continuidad de la especie, sino también como respuesta al anhelo de seguir viviendo.
En un sentido alegórico, se podría decir que ‘la máxima obsesión del inconsciente humano’ es -precisamente- tomar todos los recursos (información sensorial, procesamiento de la información a través de las redes neuronales, etc.) ‘para que el que vive, siga viviendo’.
Esto es tan así que -si fuera necesario y cuando es plausible la extinción de la vida de una persona en situaciones extremas y extraordinarias- la dinámica inconsciente es capaz tanto de provocar (al menos por un tiempo) la desconexión de la conciencia, como de declinar parte de su potencia efectiva habitual, llamándose a sí misma a una suerte de ‘silencio parcial’, a una actividad básica (como la de mantener solamente la actividad óptima de todos los órganos vitales).
Es como si, ante circunstancias peligrosamente excepcionales para la continuidad de la vida (como situaciones estrésicas insoportables o traumas imposibles de ser sobrellevados por el individuo), ‘manda a la persona a dormir’ por algún tiempo (en algunos casos, durante meses).
Un ejemplo de esto, se puede encontrar en el llamado Síndrome de la Resignación, una alteración extraña para la neurobiología, la psiquiatría y la psicología clínica, sobre la cual se sabe muy poco y las explicaciones ofrecidas son más conjeturales que descriptivas.
Se trata de una afección que sólo se ha observado principalmente en Suecia, en niños y adolescentes de alrededor de entre siete y diecinueve años de edad.
Estos niños, -durante un proceso relativamente breve- comienzan por mostrarse apáticos (desinteresados de sí mismos, de sus cosas, de la familia, y de los demás); luego avanzan a un cuadro mayor de retracción, donde se comunican cada vez menos, prácticamente dejan de hablar, no les interesa la alimentación ni la interacción social, hasta que llegan a la inmovilidad física total, como si estuvieran durmiendo.
Todo ello, sin una razón biológica que lo explique. Están totalmente sanos, pero se ‘desconectan’ del mundo por algunos meses (en algunos casos por más de año y medio), hasta que gradualmente comienzan a despertar, y con algo de estimulación cognitiva, retoman sus vidas con total normalidad.
Durante el tiempo en que ‘duermen’, dependen exclusivamente de sus familiares, quienes los tienen que alimentar (algunas veces por sondas), asear, sacarlos a pasear en sillas de ruedas, sin que reporten la más mínima reacción.
En general, son hijos de expatriados que provienen de Siria, Yugoslavia o de antiguos territorios de la ex Unión Soviética, entre otros, y que han pasados por situaciones altamente traumáticas tanto en sus países de origen o como en el proceso de migración hacia Suecia; y que -además- cada año deben lidiar con la posibilidad de ser deportados si no se les renueva el permiso de residencia.
Las explicaciones médicas son más bien de tipo hipotéticas. Desde sospechar que son casos singulares de catatonia, hasta suponer que se trata de trastornos disociativos.
Donde parece haber más claridad por parte de la comunidad médica y científica (en plena sintonía con los fundamentos expuestos más arriba), es en lo relativo a las causas. Se coincide, en general, en que dicho estado resulta de un mecanismo de protección inconsciente, ante cierta fragilidad psicológica que les impediría convivir con las experiencias traumáticas sufridas, el temor acumulado y el estado de indefensión en el que se encuentran.
2) El segundo axioma innato, relacionado y ordenado al primero (aunque no solamente a éste, como se verá más adelante) versa sobre la determinación de la praxis inconsciente por asegurar una ‘existencia placentera’, por ejemplo, a través de la mejor calidad de vida integral de la persona.
Tal vez resulte extraña esta afirmación y, sin embargo, la búsqueda de ‘lo placentero’ constituye uno de los objetivos más universales que orientan -en última instancia- toda la vida y la actividad humana, más allá de las precisiones conceptuales que corresponden hacer.
En efecto, ‘lo placentero’ (entendido en su dimensión más amplia y saludable, despojado de todo reduccionismo) expresa, por una parte, la experiencia subjetiva de una particular forma de bienestar personal, asociada habitualmente a la felicidad o alegría (una de las seis emociones básicas) y, por otra, a las cosas, situaciones o circunstancias que provocan dicho estado.
Cualquiera de nosotros, por ejemplo, puede percatarse fácilmente que, la experiencia de una brisa suave y fresca en un verano extremadamente caluroso, nos provoca un sentimiento agradable y placentero (dimensión subjetiva), al mismo tiempo que comprendemos que ese mismo viento, fresco y tranquilo, no es una creación de nuestra mente sino una realidad diferente a nosotros, que nos proporciona esa experiencia placentera en el contexto descrito. Diferente sería, como es obvio, si una brisa fresca rozara nuestro cuerpo durante un invierno crudo y paralizante. Es ese caso, nuestra experiencia estaría marcada por el displacer.
De manera similar, cuando tomamos un desayuno saludable, ‘lo placentero’ se expresa no solo por la conciencia de que alimentarnos asegura nuestra supervivencia, sino también por la gratificación que nos dan los sabores y aromas de eso que comemos o bebemos. Esto explica, en parte, por qué muchas personas abandonan -a poco de empezar- una dieta que está orientada al cuidado de la salud pero que es incapaz de proporcionar una experiencia placentera.
Otro tanto nos sucede -por citar- si decidimos conformar una familia. Nos enamoramos, aprendemos a conocernos, disfrutamos de la mutua compañía, del vivir juntos y de la sexualidad. Compartimos tanto el desgaste del trabajo cotidiano como las alegrías que nos brinda el progreso. Asumimos los avatares cotidianos como podemos y tratamos de entendernos en los momentos difíciles. Aquí, toda la dinámica familiar se orienta no solo a la preservación de la especie mediante la procreación sino también al disfrute personal y familiar. Más aún: en una familia, sin lo agradable y placentero, difícilmente se darían las condiciones para una procreación responsable ni para una existencia apacible.
En este marco, el concepto de ‘calidad integral de vida’ implica desde el bienestar físico hasta el desarrollo personal, pasando por el bienestar material, social y emocional.
Tal vez, algunas de estas formas de bienestar inherentes a la calidad de vida, resulten más entendibles en su relación a las prioridades de la actividad inconsciente, mientras que otras pueden resultar un tanto ‘descolgadas’. En realidad, todas están armoniosamente interconectadas.
Por ejemplo, resulta sencillo entender la importancia del bienestar físico, ya que este guarda relación directa con el cuidado de la salud y la seguridad física, lo que es congruente con el primer axioma (asegurar la supervivencia), mientras que ‘el bienestar material’ (nivel de ingreso adecuado, poder adquisitivo suficiente, acceso a la vivienda, etc.) podría considerarse, aparentemente, como ‘deseable pero no imprescindible’.
En rigor, desde siempre y más aún en los tiempos actuales, la consecución del dinero es, en uno u otro sentido, la condición de posibilidad para asegurar una supervivencia placentera. ¿Cómo satisfacer la alimentación diaria, cuidar de la salud, acceder a los servicios sanitarios, a la ropa o a la protección ambiental, sin recursos económicos?
Lo mismo sucede con los otros aspectos inherentes a una buena calidad de vida. ¿Cómo sobrellevar cada jornada si nos falta el bienestar emocional? ¿Cómo entender, sentirnos entendidos, ocuparnos de los problemas comunes y disfrutar de los beneficios públicos, sin abrirnos a la interacción social? ¿Cómo desarrollarnos como personas sin la posibilidad de aprender, enseñar, planificar o proyectarnos hacia un mejor y más agradable futuro?
Como se ve, si el primer axioma expresa la prioridad básica de la actividad inconsciente, el segundo busca asegurar, por una parte, las condiciones necesarias e inmediatas para la supervivencia; y por otra, la experiencia placentera del mismo hecho de vivir.
En otras palabras, el ser humano no es una criatura venida a este mundo solo para sobrevivir y multiplicarse, subordinado a una evolución indefinida.
La observación de la praxis inconsciente sugiere que cada individuo se considera un fin en sí mismo, toda vez que -en condiciones normales- busca y valora su propia supervivencia pero, al mismo tiempo, demanda instintivamente todo bienestar a su alcance que le asegure una vida lo más agradable posible.
Por contraste, una vida desagradable y dolorosa, carente de todo bienestar y esperanza, podría devaluar -en algún caso particular- la importancia subjetiva de la supervivencia, y crear en la persona las condiciones suficientes para que germine en ella la idea de la autoextinción o suicidio, como resultante de axiomas o creencias adquiridas (de las que hablaremos más adelante) de tinte delirantes o patológicas.
En cualquier caso, debe resaltarse que, aun cuando resultare que la actividad inconsciente se viera impedida de materializar la dimensión ‘placentera’ en la vida de un individuo, de todos modos seguirá rigiéndose por el primer axioma; es decir, seguirá intentando asegurar la supervivencia de la persona, tal y como se observa en individuos que -despojados de casi todo confort y bienestar- persisten en la disposición ‘instintiva’ de servirse de cualquier medio que les permita continuar con sus vidas.
Ahora bien. La fenomenología social aporta datos significativos acerca de personas cuyas conductas y estilos de vida podrían cuestionar la existencia de algunas prioridades (axiomas) propias de la praxis inconsciente.
Tal es el caso, por ejemplo, de individuos básicamente sanos y normales, que se destacan por llevar una vida extraordinariamente altruista, demostrando no sólo gran abnegación por el bien de los demás, sino también niveles impresionantes de sacrificio personal que -en algunos casos y ocasiones- los lleva a renunciar a las formas más elementales de una calidad de vida aceptable y poner en riesgo su propia existencia.
Tanto en este caso como en otros (por ejemplo el de los mártires), no interesa conocer la motivación que los lleva a tales conductas ni el objetivo que puedan perseguir.
Interesa, más bien, resaltar (anticipándonos un poco) que dicho comportamiento obedece a una declinación de la escala axiomática innata por la influencia categórica de axiomas o creencias adquiridas.
En otras palabras, hasta el axioma innato que procura asegurar la supervivencia, disminuye en su eficiencia por la incorporación gradual a la psiquis de una creencia específica que, en este caso -por ejemplo- tal permutación axiomática podría ejemplificarse del siguiente modo: ‘Mi mayor tesoro, es preservar mi vida del modo más confortable posible’ (primer y segundo axioma) por ‘Hacer el bien a los demás, es más importante que mi bienestar e, incluso, mi vida’ (creencia adquirida).
Por último (aunque se volverá sobre esto más adelante) cabe señalar que aun cuando una axioma adquirido cobre tal densidad que se haga capaz de inhibir (al menos parcialmente) la segunda prioridad de la actividad inconsciente (que busca asegurar una existencia placentera), no por ello la persona deja de percibir subjetivamente alguna forma de retribución agradable que deviene de dicha creencia adquirida.
En el ejemplo precedente, aunque pierda fuerza la buena calidad de vida en el sentido descrito más arriba, el individuo encuentra otro modo de satisfacción y placer por la práctica del altruismo, que -aunque no se lo pueda explicar acabadamente- se observa por su modulación conductual: estas personas, habitualmente, se muestran serenas al mismo tiempo que entusiastas; sufridas a la par que alegres y felices; recogidas y, en simultaneo, disfrutando de la interacción social.
3) El tercer axioma o prioridad de la praxis inconsciente, se orienta a ‘prevenir’ situaciones vitales que puedan ir en desmedro de los anteriores (asegurar la supervivencia en un contexto agradable y placentero).
Así, por ejemplo, cuando nos disponemos a preparar un almuerzo, instintivamente tendemos a asegurarnos que los distintos ingredientes estén en buen estado, puesto que comer algo inadecuado podría resultar tóxico para nuestra salud y nos privaría de la gratificación de la ingesta.
De igual modo, si pasamos varias noches de mal dormir, y desde el despertar ya sentimos fatiga y cansancio, al cabo de un tiempo se enciende en nosotros una ‘alarma’; nos preocupamos, comentamos la situación con un familiar o concurrimos al médico. Nadie nos tiene que decir que el descanso nocturno es imprescindible para nuestras vidas a la par que nos proporciona una experiencia agradable; y que la privación del mismo representa un perjuicio para nuestra salud y nos augura una jornada diurna espantosa.
Así también, si proyectamos hacer un largo viaje vacacional en nuestro propio vehículo, previamente sentiremos la necesidad de verificar que el mismo esté en condiciones. Lo último que queremos es tener un accidente traumático o quedarnos varados en la carretera, a merced de los insectos o de una inclemencia climática. Aquí, la actividad inconsciente se expresa por ‘el impulso’ a cerciorarnos de que todo esté bien, mientras que el resto (la revisión como tal) corresponde a la acción consciente.
Por supuesto, los ejemplos se podrían multiplicar hasta el cansancio pero, en rigor, sólo interesa subrayar que -de diversos modos y por diferentes caminos- nuestra psiquis, en su dimensión inconsciente, buscará siempre, para cada uno y en cada momento ‘alertarnos’ de conductas, situaciones o proyectos que puedan resultar inconvenientes o perniciosos para nuestra supervivencia y buena calidad de vida.
Entonces ¿De qué modo somos alertados? Sin entrar en clasificaciones o tecnicismos que pueden resultar confusos o inútiles para la comprensión de este axioma, es suficiente considerar que la praxis inconsciente se vale de ‘señales’ o ‘alertas’ que inducen y orientan nuestra conducta en un sentido siempre saludable y placentero.
Sin perjuicio de los procesos neurobiológicos orientados a ‘sondear’ continuamente nuestras reservas energéticas y nutricionales, de modo que si fuera necesario provoquen algunas sensaciones ligadas a la supervivencia (como el hambre, la sed o el cansancio), lo cierto es que tales procesos no solo son inconscientes sino que, además, representan las alertas más básicas que son aceptadas universalmente.
Otras señales, tal vez por algunas razones (culturales, sociológicas, etc.), pueden encontrar más reticencia al momento de ser reconocidas como alertas propias de la dinámica inconsciente, sobre todo si se postula que dicha actividad no solo expresa el modo en que estas señales se producen (al margen de la conciencia) sino que detona los procesos neurobiológicos que, como producto final, provocan una alerta en concreto.
Tal podría ser el caso del conjunto de emociones primarias (el miedo, la ira, el asco, la alegría, la tristeza, y la sorpresa), el dolor, o -incluso- la fiebre, en cuanto experiencia resultante del sentido interno de la termorrecepción.
En parte, es entendible una posible reticencia a aceptar estas señales como propias de la praxis inconsciente, orientadas a asegurar la supervivencia agradable y placentera.
Por ejemplo, alguien podría objetar (desde una cultura que a veces tiende a sobre admirar la valentía y el temple) ¿Cómo puede ser virtuoso el temor para nuestras vidas? En realidad, sucede que el miedo -efectivamente- cumple una función directamente asociada a la continuidad de la vida, toda vez que frente a un peligro que nos amenaza (como, por ejemplo, un maleante armado que nos quiere robar) provoca la activación de mecanismos de defensa y resguardo, en virtud de los cuales huimos (si percibimos que nos supera) o luchamos (si sentimos que estamos en condiciones de enfrentarlo). En cualquier caso (aun cuando resultara ideal aprender a enfrentarnos a nuestros miedos y superarlos dentro de nuestras posibilidades, en el decir de Aristóteles), una vez resuelto el episodio, habitualmente sentimos una forma difusa de alivio o gratificación que resulta de haber zanjado la situación satisfactoriamente.
Con todo, no se alude aquí a situaciones especiales, como las fobias recogidas en los manuales de psicología (miedos exagerados e irracionales, normalmente de carácter patológicos, a ciertos objetos o situaciones que son poco o nada riesgosos, como la claustrofobia, la hidrofobia, etc.), o algunas formas de miedos o temores, llamados por algunos expertos como ‘miedos per se’, con lo que se alude al miedo como barrera autoimpuesta; por ejemplo, el temor a manifestar un sentimiento (como cuando un padre teme decirle a su hijo que le quiere), el miedo al qué dirán, etc.
Asimismo, otro -por ejemplo- podría preguntarse ¿Cómo es posible que la ‘alegría’ contribuya a la supervivencia? En rigor, es -ciertamente- así. Aun prescindiendo de la descripción detallada de las áreas cerebrales y de los procesos que intervienen para que se produzca (especialmente la corteza cingulada, y los procesos sinápticos que producen la dopamina), la alegría, en cuanto sentimiento compartido habitualmente con otros, no sólo genera la sensación de placer sino que provoca el aumento de la motivación personal y de la creatividad; potencia la facultad de concentración, promueve la capacidad de revolver problemas, disminuye la fatiga y alarga la vida.
Como sea, no se pretende en esta parte ofrecer una explicación detallada de cada uno de los demás procesos relativos a las señales mencionadas más arriba. Basta, de momento, la mención de algunas de ellas a los efectos de ilustrar las particularidades de este tercer axioma.
Por último, conviene diferenciar una alerta propia y saludable de la praxis inconsciente, de -al menos- algunas situaciones especiales que suelen llegar a constituir diversas formas de patologías.
Por ejemplo, la ira, en condiciones normales, es una emoción primaria muy compleja que es provocada por la frustración, la amenaza o el daño, y que nos permite defendernos de ataques, agresiones o escapar de situaciones peligrosas. Sin embargo, a veces puede hacernos perder el control de tal manera que nos convertimos en una amenaza para los demás.
Otro tanto sucede, por citar, con la tristeza. A pesar del desánimo y abatimiento que nos pueda provocar durante algún tiempo, sin embargo nos ayuda -finalmente- a analizar mejor los problemas y solucionar las dificultades sociales que podamos tener. Si esto se da, si logramos entender nuestros problemas (y solucionarlos al menos en parte); y nos hacemos capaces de recomponer nuestras relaciones sociales, entonces recuperamos la alegría y el bienestar. De lo contrario, puede dar lugar, por ejemplo, a cuadros depresivos, en algunos casos tan severos que pueden conducir a una persona al suicidio, como se verá más adelante, al abordar los mecanismos relativos a las creencias adquiridas.
De todos modos, tampoco aquí se pretende brindar una explicación pormenorizada de todas las situaciones singulares que se distancian de la dimensión saludable, propias de este tercer axioma. Alcanza con mencionar algunas, a título meramente enunciativo, para señalar el contraste entre la dimensión saludable de la praxis inconsciente al intentar ‘prevenir’ situaciones que vayan contra la supervivencia y la buena calidad de vida, y situaciones extraordinarios donde, por fallas en el sistema de gratificación cerebral, o por cualquier otra causa, se obtienen los resultados inversos.
4) Declaradas las condiciones para la supervivencia, la buena calidad de vida y los mecanismos de prevención mediante alertas, una cuarta prioridad inconsciente busca promover la progresiva plenitud personal a través de la apertura a la interacción social, en sus diversos niveles y matices.
En la práctica, esto se traduce como tendencias instintivas que impulsan (ya desde los primeros años de vida) a la participación creciente del entorno familiar próximo (en sentido amplio: padres, hermanos, tíos, abuelos, etc.), a la construcción de las relaciones fraternas (amigos, vecinos, conocidos), a la interacción en determinados ámbitos (como el educativo, el laboral, el político, el religioso, etc.), a la participación en diferentes eventos (como una celebración, un festival o una competencia), a la conformación de nuestra propia familia, y demás formas y expresiones de la vida en sociedad.
Aunque lo dicho pueda resultar una obviedad (ya que la interacción social es una experiencia universal) la importancia de esta prioridad de la praxis inconsciente, se sustenta en el hecho factico de que no hay desarrollo humano ni compleción de vida al margen de lo social.
Más aún. En algunas etapas de la vida (como la infancia o la ancianidad) la integración y participación del entorno familiar y social es -prácticamente- una condición indispensable para la supervivencia y la calidad de vida; y la estimulación saludable y natural (como en lo cognitivo) que pueda devenir de un ambiente propicio, redunda en la prevención o disminución de patologías específicas. Por ejemplo, en el caso de los ancianos, un entorno familiar saludable y una interacción social adecuada, favorecen y potencian lo que se suele denominar ‘reserva cognitiva’ y ralentizan la aparición de demencias, como el Alzheimer o el Parkinson.
De otro lado, habitualmente desde la juventud, sentimos la necesidad -como se mencionó más arriba- de abandonar cierta forma de soledad existencial y abrirnos a otros estilos de vida que nos proporcionen un transcurrir mejor y más placentero, aunque desde una perspectiva más íntima e interdependiente.
Es cuando comenzamos a pensar en la conformación de nuestra propia familia, tras recorrer -de ordinario- varios estadios, como el amical, el enamoramiento y -finalmente- la pareja. Es el paso del ‘sólo yo persona’ a un ‘nosotros juntos’, que expresa la construcción personal como un proceso que se perfecciona en la medida que nos relacionamos con los otros (en este caso, una relación especial, íntima y vital), y donde nadie es acentuadamente ‘independiente’ o ‘dependiente’ sino que, sencillamente, ambos se tornan ‘interdependientes’.
Es en este contexto donde -habitualmente aunque no siempre- se genera el ámbito natural para la procreación (como instrumento para la perdurabilidad de la especie al mismo tiempo que para el disfrute personal y familiar), la satisfacción por el legado (cuando el grupo incorpora los valores, las prácticas y demás aspectos saludables de la dinámica hogareña) y la conquista de la trascendencia (al menos, en aquellos que sostienen una creencia religiosa).
En otros casos, el ‘Sólo yo persona’ se transforma en un ‘nosotros juntos’ no a través de la vida familiar (en sentido estricto) sino por formas singulares de vida comunitaria (como por ejemplo, el de algunas congregaciones religiosas), donde los individuos eligen congregarse (por motivos de mutuo interés, religiosos o ideológicos), de común acuerdo, bajo un sistema ordenado de responsabilidades, tareas específicas, prácticas comunes y gratificaciones compartidas; y donde la procreación -en algunos casos- queda resignada de antemano. Aun así, ese estilo de vida comporta varios rasgos de la vida familiar.
Axiomas Adquiridos
Si los axiomas innatos configuran las directivas esenciales por las que se rige toda la actividad inconsciente, las creencias o prioridades adquiridas resultan de la experiencia de vida (considerada en toda su amplitud) en virtud de la cual vamos incorporando determinados tópicos o hábitos que se integran a nuestra psiquis, e interactúan con las prioridades innatas y modulan nuestra conducta de un modo inconsciente.
Por ejemplo, si alguien -por las circunstancias que fueran- cayó en la cuenta (o le enseñaron) que es mejor y más agradable comenzar una tarea y proseguir con ella hasta terminarla para recién entonces pasar a otra, con el tiempo habrá incorporado a sus sistema de prioridades inconscientes un axioma que podría traducirse como ‘Yo, cada vez que comienzo algo, necesito terminarlo’.
Esa creencia internalizada modificará su conducta; es decir, su modo de comportarse, sus prioridades prácticas, sus relaciones interpersonales, etc. Por ejemplo, si está redactando una carta, le resultará molesto interrumpir la escritura porque llegó el momento acordado con su pareja de hacer gimnasia, al punto que es posible que renuncie a la ejercitación física con tal de terminar la carta. Necesita terminar lo que comenzó.
Por contraste, un individuo que fue acuñando el hábito de hacer varias cosas en paralelo, sin preocuparse demasiado por el momento preciso en que las irá concluyendo ni por el orden en que las finalizará, construirá un axioma inconsciente que podría expresarse como ‘Yo hago las cosas en el momento que puedo o quiero’.
En este caso, siguiendo con el ejemplo de quién redacta una carta, la persona no tendrá problemas en interrumpir la escritura, hacer gimnasia con su pareja e, incluso, otras actividades, para recién después retomar la escritura del texto.
Con estos ejemplos propuestos, no se pretende sugerir que un caso es mejor que el otro. Sólo se procura ilustrar sobre cómo un axioma adquirido modifica nuestra conducta sin que seamos conscientes de ello.
Aun así, conviene señalar que la modificación de la conducta que provoca una creencia o prioridad adquirida, algunas veces comporta -al mismo tiempo- aspectos beneficiosos y perniciosos, según sea el escenario en el que nos desempeñemos.
Por poner un ejemplo muy rudimentario, una persona que ha internalizado la creencia de que ‘un horario es exactamente ese horario, ni un minuto antes, ni un minuto después’ (como las 09:00 son las 09:00; y no son las 08:59 ni las 09:01), puede que se vea beneficiada en el ingreso a su ámbito laboral, ya que allí se valora la puntualidad de los empleados al llegar al trabajo. Pero, al mismo tiempo, es probable que se sienta violentada y genere malestar en su empleador, cuando –habiendo ‘exactamente’ finalizado el horario laboral y la persona se dispone a retirarse- el empleador le pide que se quede unos minutos más y ésta muestre su descontento.
Por contraposición, un individuo que ha adquirido la creencia de que ‘un horario es más o menos ese horario’ (como las 09:00 son las 09:00, pero también puede ser las 08:55 o la 09:05), posiblemente varias veces llegue tarde a su trabajo y reciba las reprimendas del caso. Pero, a la par, en otras ocasiones su empleador se dará por compensado cuando -al pedirle que se quede en el trabajo un rato más- éste acepte de buen grado extender la carga horaria y laboral.
Ahora bien (y siguiendo con el mismo ejemplo) si en el caso del trabajo resaltan las consecuencias conductuales resultantes de haber incorporado uno u otro axioma (‘un horario es exactamente ese horario’ por contraste a ‘un horario es más o menos ese horario’), en otras situaciones y ambientes las diferencias se diluyen en ambos casos, como cuando se trata de concurrir a una cena de amigos. Aquí, llegar exactamente al horario previsto, unos minutos antes o un poco después, resulta totalmente irrelevante.
Hasta aquí, si uno se remite solamente a los ejemplos propuestos, puede parecer que, después de todo, los axiomas adquiridos difícilmente puedan modificar nuestra conducta en aspectos esenciales de la vida.
Por esto, cabe señalar -por una parte- que tales ejemplos fueron formulados con fines exclusivamente pedagógicos para una mejor comprensión de cómo una creencia adquirida repercute de manera inconsciente en nuestro diario vivir.
Y por otra, que en muchísimos casos, tales prioridades o axiomas adquiridos por los que se rige la praxis inconsciente pueden resultar vitales para la supervivencia, la calidad de vida, los mecanismos de prevención y la interacción social.
Por ejemplo, cuando -por diferentes causas- el estado de ánimo de una persona (en un momento puntual de su vida), se expresa como sentimientos importantes y prolongados de tristeza e infelicidad; u otros síntomas relacionados que afectan su capacidad para relacionarse familiar y socialmente, o le impiden trabajar o afrontar el día, la tristeza e infelicidad derivan en una patología clínica específica como la depresión.
En este punto, el individuo tiende recurrentemente a pensar algunas ideas o tópicos que son distorsionados o falsos, sea porque no tienen sustento en la realidad, sea por factores meramente subjetivos. Es lo que habitualmente se conoce como ‘sesgos cognitivos’.
En este caso, la persona internaliza ideas o creencias autodestructivas que, en síntesis, se podrían traducir como ‘vivir, para mí, es una desgracia permanente’. Este axioma adquirido modificará su conducta y la llevará, por ejemplo, a prestarle más atención a los aspectos negativos de la vida, que a los positivos, lo que -a la manera de un círculo vicioso, reafirmará su creencia de que para ella, la vida es una desgracia que le hace sufrir.
Este ejemplo, por otra parte, nos permite dar un paso más y (adelantándonos un poco) señalar una característica importante de los axiomas adquiridos.
Esta versa sobre la fuerza y densidad variables que puede llegar a tener una creencia adquirida en el dinamismo inconsciente de nuestra psiquis. Como se verá en la siguiente parte (al abordar la cuestión de cómo aprehendemos por repetición), un axioma adquirido -inicialmente- puede ubicarse casi al final de la escala de prioridades de la praxis inconsciente. Supongamos figurativamente y por ejemplo, en el puesto número treinta.
Pero, en la medida en que una y otra vez se la vaya reafirmando, esta cobrará más entidad y podrá pasar -siguiendo con la figuración- por ejemplo al puesto número diez. Y si el proceso de reafirmación continúa, podrá hacerse tan fuerte que -incluso- iguale o supere el primer axioma innato (garantizar la supervivencia), como en algunos casos de personas depresivas que, de tanto reafirmar -por diferentes modos- la idea de que ‘vivir es una desgracia permanente, que solo causa infelicidad y sufrimiento’; y por ausencia o insuficiencia del tratamiento psiquiátrico, terminan haciendo una opción por el suicidio.
Por contraste (y siguiendo con el ejemplo de la depresión), si tanto la atención psiquiátrica como la terapia cognitiva conductual resultaron ser eficaces, probablemente el axioma adquirido de que ‘vivir es una desgracia permanente’ disminuya en su entidad y pase -de nuevo, figurativamente- del puesto diez al cincuenta, o incluso desaparezca, con lo cual la persona no solo habrá mejorado sino -además- superado una etapa peligrosa para la supervivencia y la calidad de vida.
En suma, más allá de los ejemplos (que podrían multiplicarse indefinidamente), es suficiente remarcar tres aspectos básicos respecto de los axiomas o creencias adquiridas.
Por una parte, las prioridades adquiridas resultan de los vaivenes y experiencias del mismo hecho de vivir a lo largo de nuestras vidas, en lo personal, familiar, laboral, religioso, social, cultural, etc.
Por otra, una creencia adquirida no comporta ningún sesgo fatalista: se la puede fortalecer, como el individuo que se rige por la idea de que ‘es necesario aprender idiomas’, y entonces de esfuerza en aprender otras lenguas e inculca lo mismo a sus hijos; o se la puede sustituir (algunas veces mediante terapia), como la persona que cambia la creencia de que ‘los estimulante son necesarios para trabajar mejor’ por ‘si descanso lo suficiente rindo más en mi trabajo’.
Por último, sin perjuicio de lo dicho, debe resaltarse que en los procesos por los que adquirimos una creencia o axioma, no intervienen solamente el ambiente familiar, el contexto social o el cultural.
Hay otros condicionantes que pueden predisponer a un individuo a la incorporación a su psiquis de ciertas prioridades o creencias de diversas entidades. Por ejemplo, el ‘temperamento’ de cada uno, que se arraiga en lo innato, en lo biológico; es decir, en lo hereditario o genético.
Son rasgos con los que ya nacemos y que están a la base de la conformación de la personalidad de cada cual, a diferencia del ‘carácter’, que está ligado a los aprendizajes en virtud de los cuales cultivamos ciertos atributos, otros rasgos, que van moldeando nuestras conductas y nuestra forma de ser.
Por ejemplo, si se considera el “modelo factorial” que resume a grosso modo cinco rasgos básicos (y amplios) hereditarios de la personalidad, bien se podría suponer que el ‘neuroticismo’ (uno de los cinco rasgos básico hereditarios para la conformación de la personalidad que, por otra parte, no se debe confundir con la categoría de “neurótico” en el ámbito psiquiátrico ) podría favorecer que una persona con tendencia innata al pesimismo (en menor o mayor grado), tenga cierta proclividad a incorporar creencias adquiridas negativas, como por ejemplo, ‘los jóvenes de hoy constituyen un problema que seguirá creciendo’.
Como sea, aún queda, al menos, una pregunta por responder: ¿Cómo es nuestro sistema de aprendizaje en virtud del cual podemos incorporar tópicos inconscientes que interactúen con los axiomas innatos? Eso es lo que se abordará en la próxima entrega.
Walter E. Eckart ©
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