El viernes 20 de marzo a la 00:00, por un DNU presidencial del día anterior, se declaró al país en cuarentena por la pandemia del Coronavirus bajo la denominación formal de “Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio” (ASPO).
Desde entonces, los argentinos hemos ido modificando, casi sin darnos cuenta, una importante variedad de hábitos, costumbres, prácticas y planeamientos. No fue de un día para otro, pero ocurrió. Cambiamos.
Cambiamos el apretón de manos por un saludo verbal a un metro de distancia; y el barbijo o tapabocas se convirtió en el símbolo que diferenciaba la salud de la enfermedad, al de conducta responsable del kamikaze social.
En el celular encontramos un medio deficiente (pero medio al fin) para seguir conectados con el vecino de la otra cuadra (y con el amigo de más de un kilómetro), con el pariente infaltable de los almuerzos del domingo, con los nietos de todos los días, y con los familiares y amigos de otras provincias.
Nuestras veredas se transformaron en el límite que marcaron la frontera hasta donde llegar. Las calles se convirtieron en sospechosas; y caminar por ellas pasó a ser una actividad rara; tan rara que se pareció al delito; a ese tipo de delito que nos podía meter en la cárcel.
Trabajar fue una cuestión de suerte (o desgracia). Muchos afortunados pudieron seguir comiendo con dignidad; ganándose el pan con el trabajo y manteniendo sus proyectos con creatividad e ingenio. Muchos otros, tuvieron que comenzar a pedir. Pedir al familiar, al amigo, al banco, al estado, a la suerte o a Dios. A quien sea y como sea.
Como en otras épocas extrañas, tuvimos que comenzar -también- a pedir permisos. Permiso para circular, para trabajar, para cobrar, para pagar, para ir al médico, la farmacia, el banco o el registro civil. Permiso para ir al centro, rescatar un familiar varado en otra provincia o, simplemente, para auxiliar a nuestros mayores. Permisos, para casi todo.
Nos volvimos adicto a la tele. O mejor dicho, “al tele”. Tele trabajo, tele educación, tele religión, tele gestión, tele terapia o tele esparcimiento. Algunos propusieron, también, la tele sexualidad y (posteriormente) como complemento, la sexualidad con barbijo.
Se nos despertó la avidez por la información. Todo el tiempo (al menos al principio) escuchando cuántos nuevos infectados, cuántos muertos en un día, cómo iba la “curva”, cuáles tratamientos parecían funcionar, cómo se incursionaba en una vacuna, cómo iba todo en otras provincias y en otros países.
Hasta que nos “sobre informamos”, intoxicándonos de análisis periodísticos, discursos políticos, opiniones de expertos, profecías de profetas de calamidades y disputas entre intelectuales.
Ahí paramos un poco. No del todo, pero paramos. Muchas radios se apagaron o dieron lugar a la música; el televisor sacó de su pantalla al noticiero y puso series, películas, conciertos, viejas transmisiones deportivas o programas de cocina. Los medios de noticias digitales dejaron de expresar el interés por “la última noticia en desarrollo” para dar lugar a la simple curiosidad, fruto del aburrimiento y el displacer.
Nos comenzábamos a cansar. De a poco nos fuimos dando cuenta. La incertidumbre, el temor, la confusión y la preocupación por el ahora (pero también por el después) ya hacían sentir su peso. Nos desorientaron. Nos estresaron. Fomentaron una rebeldía íntima frente a la coacción de nuestras libertades y frente a decenas de proyectos y certezas diluidas.
Y, sin embargo, aun así, sin casi derecho ciudadano alguno por ostentar en la práctica, seguimos entendiendo. Y seguimos aceptando la situación. Como decían las matronas de antes, se supone que “es para nuestro bien”, después de todo.
Y aunque siempre existen las excepciones, seguimos cuidándonos, aún después de cinco renovaciones consecutivas de una cuarentena vivida y soportada con mansedumbre pero también con desconcierto, enojo y dolor; y una sexta etapa que se extenderá hasta el 28 de junio, en principio.
Sí. Ya entendimos que tenemos que poner nuestra parte, que tenemos que minimizar el riesgo de contagio y de -eventualmente- contagiar a otros.
Eso está claro. Ya no es necesario que nos convenzan. Ya lo tenemos asumido, aunque sigan estando algunos (en carácter de excepción relativa, como ya se dijo) que, sea por ignorancia, ideología, negación, temeridad o indiferencia social, pareciera que no terminan de comprender lo que sucede.
Como sea, las cartas están sobre la mesa. El virus está. Las estadísticas también, aunque sólo reflejen en número parciales lo que ya hace días pasó en la realidad.
También está la cuarentena en sí misma. La de aquí y las del mundo, con todas las controversias y con todos los matices, curiosidades y paradojas. Es curioso, por ejemplo, que Suecia esté arrepentida del alto costo que pagó por no haber hecho cuarentena y, al mismo tiempo, que Noruega esté arrepentida de haber hecho lo contrario, es decir, de haberla instrumentado, aunque no haya sido estricta. Es paradojal que Uruguay prácticamente no aplicó un formato de cuarentena y obtuvo resultados más que positivos, mientras que Perú hizo una cuarentena estricta y le fue mal.
Es más. Dado que todos los gobiernos han consultado a sus respectivos grupos de científicos y expertos, es más curioso aún que éstos, expertos hombres de ciencia, sobre una misma cuestión (como la cuarentena), algunos sugieran ir en una dirección y otros propongan directamente la opuesta, asegurando en un caso que las cuarentenas son indispensables, y -en otro- reafirmando que éstas no sirven para nada (como los especialistas del Imperial College contrapuestos a los de la Universidad de Stanford).
También, en la misma mesa, están las opiniones de algunos expertos que parecen ser no tan expertos, o -lo que es más grave- notoriamente faltos de todo sentido común, rozando el ridículo, como el grupo de Investigadores de la Universidad de Harvard que recomendaron aquello de “hacer el amor con barbijo” o la científica que -ante la pregunta de si era peligroso jugar al tenis sin barbijo en un lugar totalmente abierto- respondió que todo es peligroso hasta que no se demuestre lo contrario. En fin…
Y también, finalmente, está sobre la mesa lo más importante: nuestras vidas. La vida de cada uno y la de nuestras familias. La única vida que tenemos. Esa vida que -por el mero paso del tiempo- se nos escurre como agua entre los dedos. Esa vida que es compleja y multifacética.
Una vida que valora la salud tanto como los medios económicos que la hacen posible. Necesitamos estar sanos para trabajar. Y necesitamos trabajar para cuidar nuestra salud, entre muchas otras cosas.
La dicotomía entre salud y economía; o, más precisamente, entre salud y trabajo, cuando menos es falso y -en el peor de casos- pura ideología perjudicial.
No hace falta justificar la necesidad del trabajo. Sería una cuestión de perogrullo.
No da lo mismo cerrar un negocio, ser suspendido de una empresa con recortes salariales o estar impedido de ganar la moneda de cada día. Si eso ocurre, las consecuencias no se agotan en un tiempo acotado. Trascienden cualquier cuarentena, por más larga que sea. Perduran. Marcan la vida en todas sus dimensiones que, por cierto, son casi infinitas.
Por esto, el mayor desafío político, económico y social no versa únicamente sobre las respuestas que hay que dar en la pos – cuarentena. Son respuestas que incluyen al presente, a este presente donde casi 900.000 personas ya perdieron su fuente de ingresos, según la UCA.
En suma, se necesita entender mejor estas cuestiones, y actuar en consecuencia, sin mendigar “el consuelo de tontos” por tanto ver “el mal de muchos”, no sea cosa que el remedio sea peor que la enfermedad…
Walter E. Eckart
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